Oscar Reyes
16 December 2008
La Conferencia sobre el Clima de la ONU celebrada en la ciudad polaca de Poznan no ha logrado ningún avance hacia un acuerdo mundial sobre el clima; indicio no sólo de un mal momento en el calendario, sino también de un sistema que falla por la base y no tiene en cuenta los principios de la justicia ambiental.
English
11.000 delegados (incluidos 1.500 cabilderos de grandes empresas), 13.000 toneladas de dióxido de carbono consumido y dos semanas desperdiciadas: la Conferencia sobre el Clima de la ONU celebrada en la ciudad polaca de Poznan sólo ha logrado un tibio avance en el camino hacia el nuevo tratado mundial sobre el clima cuya firma se prevé para dentro de un año en Copenhagen. “Hará falta por lo menos un motín para que se avance algo en este proceso tan extraordinariamente lento” bromeaba Henry Derwent, director ejecutivo de la Asociación Internacional de Comercio de Emisiones (IETA), en un acto paralelo organizado con motivo de la conferencia. Si las cosas siguen yendo a este ritmo, Derwent debería de tener cuidado con sus deseos.
En Poznan no se ha resuelto ninguno de los principales problemas sobre la mesa –ya sean los objetivos vinculantes sobre emisiones globales o los límites del mercado de emisiones– y el debate más urgente –cómo dejar los combustibles fósiles bajo tierra– brilló por su ausencia. El único resultado realmente concreto de las negociaciones de Poznan fue la puesta en marcha del Fondo para la adaptación de la ONU, un mecanismo concebido para ayudar a los países más pobres a abordar los graves efectos del cambio climático que ya están experimentando. Pero es difícil presentar este fracaso como si fuera un éxito. Si tenemos en cuenta las cifras de miles de millones que se están barajando en estos días con los rescates financieros, la cantidad inicial del Fondo, fijada en 80 millones de dólares anuales, parece una broma, del mismo modo que los modestos cálculos de la ONU, que estima en entre 28 y 67 mil millones de dólares anuales los fondos necesarios para adaptación desde ahora hasta el año 2030.
La etiqueta más optimista que se puede colgar a la conferencia de Poznan es que tuvo lugar en un mal momento. Mientras los delegados allí reunidos se dedicaban a dar vueltas y vueltas sin llegar a ningún sitio, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, aún a la cabeza de la presidencia de la UE, se dedicaba a acumular millas en su misión por aprobar una política europea sobre el clima totalmente diluida. Los Estados Unidos enviaron a Poznan una delegación sin ningún poder y con el mandato de no acordar nada.
Otros países industrializados siguieron la misma línea. Canadá dejó sentir alto y claro sus excusas –afirmando ‘esperar’ a que actúen los Estados Unidos, China, India y Brasil–, pero no abrió la boca sobre sus prisas para explotar las arenas bituminosas de Alberta, muy posiblemente la fuente de energía más destructiva para con el medio ambiente de todo el planeta. Japón, mientras tanto, se encargó de dar el toque de humor: cuando su principal delegado explicó el compromiso de su país con la innovación tecnológica, aludió también a su propio compromiso personal de reducir el número de duchas que toma los fines de semana de ocho a tres.
Sin embargo, hay motivos más profundos que el calendario para explicar el fracaso de Poznan. El actual patrón de comportamiento, en que cada país o bloque espera a que el resto revele sus cartas, no puede perdurar de forma indefinida, pero es poco probable que cambie la tendencia a tratar las negociaciones sobre el clima como si fueran negociaciones comerciales. Además, sigue habiendo una serie de problemas de base que difícilmente se tratarán en Copenhagen.
Uno de los escollos más evidentes es intrínseco al proceso de negociación de la ONU en sí, ya que el sesgo intergubernamental enfrenta a un país o bloque en contra de otro, y cada uno defiende una concepción de ‘interés nacional’ que refleja los intereses de clase de sus elites en lugar de las necesidades del conjunto de la población. En Poznan, esto significó que los pueblos indígenas y las comunidades forestales se quedaron fuera de las discusiones sobre deforestación –y se les sigue denegando el estatus de partes en la negociación– mientras los negociadores debatían cómo mercantilizar sus tierras en forma de ‘carbono forestal’.
La otra cara de la misma moneda es que la influencia de las grandes empresas en las negociaciones crece con cada año que pasa. La mayor organización no gubernamental en la reunión de Poznan fue la IETA, mientras que en torno a la mitad del espacio en que tuvo lugar la conferencia eran tierras ‘privatizadas’ (véase http://climatecrashers.blogspot.com/). Así, las organizaciones que defienden el interés público se están viendo asfixiadas, mientras que a las grandes compañías se las agasaja con el ‘Día de la empresa’, que les ofrece un acceso privilegiado a negociadores, altos funcionarios y ministros.
Sin embargo, el quid de la cuestión no sólo está en quién negocia o quién tiene acceso a quién o qué, sino en cómo están enmarcadas las discusiones. En lugar de ver el cambio climático como una cuestión transversal, las negociaciones se dividen en oscuros subcomités de subcomités, que después subdividen sus discusiones en una sopa de acrónimos de tecnicismos y juegos de palabras. Para aquellas personas que deseen seguir el proceso (véase http://unfccc.int/), actualmente las principales negociaciones son las que se están desplegando en el Grupo de Trabajo Especial sobre la cooperación a largo plazo en el marco de la Convención (GTECLP), que habla sobre una ‘visión compartida’ y un ‘objetivo a largo plazo’; en otras palabras: qué objetivos se necesitan para reducir las emisiones en todo el mundo, quién se verá constreñido por ellas y qué estructuras se establecerán para garantizar que se alcancen. Sin embargo, invariablemente, cuanto más te acercas a un proceso de toma de decisiones de este tipo, más se repliega éste: algunas negociaciones tienen lugar en reuniones de grupos de contacto prácticamente cerradas, aunque donde de verdad se decide el juego es en los pasillos y no en las salas de negociación.
La complejidad de estas negociaciones no se puede explicar basándose exclusivamente en evidencias científicas, ya que no sólo las soluciones ofrecidas, sino incluso los escenarios discutidos en la conferencia sobre el clima, no se ajustan a las dimensiones del problema climático. Aunque cada vez hay más pruebas de que 350 partes por millón (ppm) de dióxido de carbono en la atmósfera representa un nivel seguro en que estabilizar el clima, los escenarios que se están debatiendo tienden a partir de las 450 ppm (y aún así suelen suavizar lo impredecible de los ‘bucles que se retroalimentan’ y los ‘puntos de no retorno’ en un esfuerzo por crear gráficos que los responsables de formular políticas puedan digerir).
Aún así, los gráficos optimistas que pretenden trazar un camino para abordar el cambio climático no dan mucho de sí. Mientras los escenarios para reducir emisiones muestran curvas que van drásticamente a la baja, el patrón de emisiones existentes apunta en la dirección opuesta. El Informe Mundial sobre Energía 2008 de la Agencia Internacional de Energía, por ejemplo, apunta a una creciente demanda de energía del 1,6 por ciento de media anual entre 2006 y 2030; lo cual representaría un aumento del 45 por ciento. Las emisiones derivadas de la agricultura y el transporte están aumentando aún más rápidamente. Se trata de problemas estructurales relacionados con cómo producimos energía y alimentos mundialmente, y que están ‘atrapados’–entre otros factores– por un modelo de continuas inversiones en infraestructuras energéticas basadas en carburantes fósiles, un sistema alimentario que depende de una agricultura industrializada y a gran escala, y un modelo de mercado libre que exacerba la brecha entre el lugar en que los productos se producen y se consumen. Sin embargo, en lugar de estudiar cómo abordar estos importantes motores de la crisis medioambiental, el régimen climático de la ONU se contenta con seguir con ‘los negocios de siempre’, traduciendo la crisis climática en un problema de fracaso del mercado que después espera que resuelva ese mismo mercado.
El Protocolo de Kyoto, acordado en 1998 como el principal instrumento internacional para intentar solucionar el cambio climático, es un buen ejemplo. Una de sus piezas clave es un sistema de comercio de emisiones, un programa multimillonario cuya premisa básica es que quienes contaminan puedan pagar a otro que se encargue de limpiar sus estropicios para no tener que hacerlo ellos mismos. La premisa dice también que ‘la mano invisible’ del mercado actuará como guía hacia las rebajas de emisiones más baratas. Pero este tipo de eficiencia económica no suele ser lo mejor para el clima. En esencia, un mercado de este tipo crea una abstracción de las fuente de emisiones –que van desde minas a fábricas– para convertirlas en una mercancía llamada ‘carbono’ o ‘dióxido de carbono’. En este proceso, las reducciones de fuentes industriales se transforman en algo equivalente a actividades como la plantación de árboles (‘sumideros’, según la jerga oficial), lo cual representa un sinsentido científico que ha derivado, entre otras cosas, en que el debate internacional se enmarque fundamentalmente en términos financieros. El precio de esta mercancía queda después fijado por el propio mercado, pero éste se ve impulsado por la especulación, y no por los principios más básicos de la ecología. Lo que nos queda, por tanto, es un régimen climático que está construido en torno al mismo sistema fallido que ha conducido al reciente derrumbe financiero.
Los problemas con el comercio de emisiones en general se ven después agravados por el mecanismo concreto de ‘compensaciones’ que conforma los cimientos del mayor sistema de mercado de emisiones de la ONU, el Mecanismo para un desarrollo limpio (MDL). Este instrumento se presentó en un primer momento como una forma de impulsar inversiones sostenibles en países que no tenían objetivos de emisiones vinculantes. Sin embargo, en la práctica, se ha convertido en un juego de suma cero para contar dudosos proyectos de ‘reducción de emisiones’ en el Sur Global como si esa reducción se produjera en el Norte. Echando mano de varios trucos de prestidigitación, las inversiones en grandes represas en China, en plantas de carbón y fábricas de hierro bruto en la India, y en refinerías de palma aceitera en Indonesia se tratan como si redujeran las mismas emisiones que en Europa, Canadá o Japón. El supuesto de que ese gasto es ‘adicional’ y, por tanto, cuenta como una reducción, ha quedado expuesto como totalmente falso en numerosas ocasiones. Según un informe reciente de la organización International Rivers, el 76 por ciento de los proyectos que se han acogido al MDL ya se habían terminado en el momento en que recibieron el visto bueno para sumarse al mecanismo.
El MDL también es un auténtico desastre desde el punto de vista social. Vendido en un principio como un medio para transferir efectivo al desarrollo, básicamente se ha limitado a externalizar la tarea de reducir las emisiones; las transferencias se destinan además casi exclusivamente a grandes empresas y no a las comunidades afectadas. Por citar sólo un ejemplo, la represa de Allain Duhangan, en el Himalaya indio, fue aprobada en el registro del MDL en mayo de 2007, a pesar del hecho de que la Oficina del Asesor de Cumplimiento del Banco Mundial había verificado que el promotor del proyecto no había garantizado bastante agua para riego y consumo humano a las aldeas afectadas. El proyecto también fue detenido temporalmente y multado por descaradas violaciones de la ley india de protección de bosques debido a la tala ilegal de árboles, el vertido de residuos y la construcción de carreteras. (Para consultar más casos, véase www.carbontradewatch.org).
Todo esto nos lleva, en última instancia, al fracaso más estrepitoso del actual régimen climático internacional: su falta de justicia. El cambio climático no es un problema provocado por ‘la humanidad’ en general. El cambio climático es un problema impulsado por la sobreexplotación de recursos a manos de una parte de la humanidad durante más de 250 años, cuando los países del Norte (y, más tarde, el antiguo bloque soviético) industrializaron sus economías basándose en los bajos precios de la energía. La justicia ambiental implica que estos mismos países deberían asumir la responsabilidad de solucionar el problema. La propia Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) alude a ‘responsabilidades comunes pero diferenciadas’, pero a no ser que esta afirmación se tome seriamente, puede que no se alcance ningún acuerdo en Copenhagen; o aún peor: puede que se logre un mal acuerdo que exacerbe la brecha climática en lugar de salvarla.
Traducción de Beatriz Martínez Ruiz
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario